Fray Guillermo Lancaster Jones Campero, Ofm. [1] Tratar de explicar qué es o en qué consiste la felicidad es un trabajo más complejo de lo ...
Fray Guillermo Lancaster Jones Campero, Ofm.[1]
Tratar de explicar qué es o en qué consiste la felicidad es un trabajo más complejo de lo que en un principio imaginamos. Una tentación de solución sencilla sería acudir a nuestros diccionarios para encontrar allí su definición; la sorpresa es que no encontramos un único significado, y eso siempre comporta una ambigüedad. Por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos dice que la felicidad es “un estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien”[2]. ¡Es cierta esta definición, pero, no podemos negar que hay muchos estados de ánimo que se complacen en la posesión de un bien! Por ejemplo el amor es un estado de ánimo que se complace por la presencia del otro; la alegría también es un estado de ánimo que se complace por algo o por alguien. Lo mismo podemos decir del placer o de la paz son estados de ánimo que se complacen en algún bien[3]. Así pues, hablar de la felicidad es más complejo de lo que pensamos, parecería que estamos ante uno de esos términos que como Dios, “por definición son indefinibles”.
Así pues, la felicidad nos remite a un estado de ánimo, y muchos dirán, a una necesidad primordial del ser humano, por eso se habla de una “sed”; es decir, de una de las experiencias más arcaicas de lo humano. Hablar de sed es hablar de una necesidad vital, es como si dijéramos que la persona que no llegase a experimentar algo de felicidad moriría. La palabra “sed de felicidad” nos habla de nostalgia, de deseo, de plenitud y trascendencia.
-
LA FELICIDAD Y EL PLACER
No podemos negar que al hablar de la felicidad, instintivamente tendemos a pensar en el placer que nos produce. Como hemos visto, también el placer es un estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien, pero su misma noción nos remite inmediatamente al ámbito físico, a lo corporal. Viéndolo en sí mismo, el placer es portador de una promesa, de satisfacción que apaciguará nuestras tensiones interiores, y si no toda, sí parte de esa sed de plenitud que todos sentimos, y que de otro modo se convierte en frustración.
El hecho de que sea promesa y realización nos debe llevar a cuidarla contra la tentación del inmediatismo y contra lo que Comte-Sponville llama “la obligación de ser felices”; es decir, la obligación del éxito material, profesional, afectivo o familiar[4]. El problema es que poco apoco vamos construyendo una felicidad fantasma, que se logra en el acto, no importando que carezca de profundidad o de veracidad. De algún modo, nuestro mundo consumista confunde felicidad con el éxito, con el placer, con el poder.
Por otra parte, tampoco lo podemos negar, el placer es extremadamente corto y efímero, pero también debemos decir que su intensidad es tal que nos hace salir de lo cotidiano de la realidad y nos proporciona la ilusión de tocar, aunque sea por sólo un instante, lo eterno, lo absoluto. Todos quisiéramos que se prolongaran indefinidamente estos instantes, pero la vida misma se encarga de enseñarnos que ciertamente en la vida hay momentos de placer, pero son sólo eso, ¡momentos! Si fuera de otro modo, quizás perderían todo su encanto. Somos como esos niños que desean no una ni dos cosas, sino diez, cien, o mil cosas a la vez. Somos seres que siempre deseamos y nunca quedamos saciados. Por todo esto, podemos decir que el lugar del placer en la vida es muy frágil y complejo. Es sólo un instante de anticipación de esa felicidad o plenitud que tanto anhelamos.
-
LA FELICIDAD Y LA ALEGRÍA
También la alegría es un estado de ánimo, que aunque no excluye la realidad corporal del placer, tiene su sede en el alma, en el corazón[5]. Por eso, al hablar de la alegría (lo mismo podemos decir de la paz), la debemos contemplar como un don que llevamos en vasijas de barro. Es tan frágil que se rompe o se pierde con enorme facilidad. En ocasiones basta una palabra o un gesto para perder ese tesoro interior.
Cuando hablamos de la alegría, no nos referimos a esa carcajada, que en muchas ocasiones nos habla de un corazón vacío; sino de esa sonrisa serena que abre las puertas de un corazón pleno. Sólo así podemos comprender expresiones como “la alegría de vivir”, sólo así son verdaderos ese gozo por los logros realizados o ese momento intenso que hace vibrar todo nuestro ser.
Por tanto, podríamos decir que la felicidad es un arte, un aprendizaje de toda la vida. Es una sabiduría (un saber vivir) que tiene su raíz en el deseo, y por qué no, en la esperanza (que es diferente de la ilusión). En otras palabras, al contrario que el placer, que es extremadamente efímero, la felicidad intenta prolongarse en el tiempo y el espacio para convertirse en un estado de vida, aunque ciertamente frágil e inestable.
-
UNA BÚSQUEDA DE DEFINICIÓN
Pero, si la felicidad es diferente del placer, de la alegría, o de la paz, entonces ¿qué es? Ya hemos visto cómo no cabe en un simple vocablo que lo defina, que como el amor o como el ser humano, su contenido es ambiguo y complejo.
Más allá de la definición de un diccionario, san Agustín dirá que la felicidad es “coincidencia de uno consigo mismo”[6]. Un intento de definición parecido al de san Agustín, quizás inspirado por él, es el de Spinoza, quien dice que la felicidad es “un sentimiento de coincidencia consigo mismo”[7]. Me parece que cuando evocamos la felicidad nos referimos a algo así. Hoy en día, desde las categorías inspiradas por la psicología, quizás diríamos que es un “estadio de integridad e integralidad humana”. Hemos encontrado, quizás, una definición que expresa ese estar a gusto, esa plenitud que el placer, la alegría o la paz implican, o cuando menos, a la que aspiran. Se trata de una forma de ser en la cual ya no hay división interior. Esto nos habla de una reconciliación personal entre lo que somos y lo que queremos ser, entre lo que hacemos y lo que queremos hacer. Pero ¿es posible esta reconciliación interior? ¿No vivimos más en la tensión de los tonos grises que en el blanco o el negro? Por eso la felicidad se convierte en profecía: ni la fatalidad ni el mal tienen la última palabra, todo puede ser diferente.
-
LA PARADOJA DE LA FELICIDAD
Curiosamente, si buscamos el tema en los evangelios, encontraremos que los evangelistas prefieren hablar de paz, de alegría, de vida o de salvación. El único relato que utiliza el término es el de las bienaventuranzas, pero cuando los leemos aumenta nuestro desconcierto, ya que es como si la felicidad nos remitiera a experiencias límites que contradicen el sentido que de ordinario damos a la palabra: Felices (bienaventurados) los que sufren, los pobres, los que lloran, los que son perseguidos, etc. (cf. Mt 5,3-12). Ciertamente, en el uso corriente de nuestra lengua son términos que como el agua y el fuego se oponen; sin embargo, el texto nos dice que quienes experimentan felicidad en tales situaciones son las personas que con su mansedumbre, con su pobreza o con su dolor construyen la paz, el consuelo y la misericordia. Sólo los que luchan por la justicia son llamados hijos de Dios. Ellos son los que “quedarán satisfechos”.
Para conocer el significado de la felicidad en el pensamiento de Jesús, es necesario permitir que resuenen en el corazón la primera y la última bienaventuranza, ambas intentan decirnos que la felicidad está en la posesión del Reino: “Felices los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos […] Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3.10). El hecho de que el relato de las bienaventuranzas comience y termine con la posesión del Reino es significativo, ya que la felicidad se convierte entonces en un horizonte que si por una parte es promesa, también está aquí en medio de nosotros. Vivir la felicidad es poseer el Reino, vivir sus valores; es vivir el sueño de Dios al momento de la creación de un mundo y de un ser humano establecidos sobre la base del amor, de la misericordia, de la paz y de la justicia.
Si es cierto que la felicidad es vivir la realidad del Reino, entonces estamos diciendo que la felicidad se constituye en algo más que un horizonte, se trata de nuestro destino. Los seres humanos no hemos sido “deportados” a un valle de lágrimas, no fuimos creados para la desdicha. Podríamos pensar que la búsqueda de la felicidad constituye el motivo básico de la existencia humana. Somos seres en búsqueda de aquello que consideramos no sólo “un” bien, sino “el” Bien. De algún modo, sabemos que fuimos creados para ser felices, y por eso, la felicidad se convierte en el punto de fuga desde el cual trazamos el proyecto de nuestra vida, como bien canta el salmista, fuimos creados “para contemplar la dicha del Señor” (cf. Sal 27,4).
Entonces ¿cuál es la razón última de la felicidad? Yo diría que es Dios mismo. Si tenemos la capacidad de ser felices es porque fuimos creados a imagen y semejanza de un Dios feliz. De algún modo, toda la creación, y en especial el ser humano, está transida por la felicidad. Un pasaje del Talmud afirma que la alegría fue creada el mismo día que la luz, pero que quedó oculta, con el fin de ser reservada más tarde para el que es imagen de Dios. Así pues, la dicha es una porción de luz inmemorial todavía a veces disimulada[8]. Hemos señalado que, por razón de su destino, el hombre está hecho para la felicidad, porque Dios es feliz y, si podemos decirlo, busca la felicidad del hombre creando un mundo que mana leche y miel, porque quiere tener un compañero con quien compartir la dicha del ser y de la vida.
Con esto hemos encontrado aquí un rostro de Dios totalmente diferente, ya no es la idea de un Dios solo y solitario, que recluido en el último rincón de la eternidad con una eterna actitud de seriedad, medita sobre la inmortalidad, sino el rostro sonriente de un Dios feliz. Ciertamente, este es un tema extraño para nosotros, que hemos aprendido los rudimentos de la fe a partir de una tradición que ha recelado de la felicidad, principalmente porque se le ha identificado con el placer, que por su referencia al ámbito físico y sexual, ha sido considerado de manera muy negativa, como fruto de los bajos instintos.
Hemos encontrado un principio de la realidad que se inspira en la escatología. Es desde esta distancia (o tiempo) escatológica que el cristianismo puede proponer una idea de felicidad que adquiere no sólo profundidad en su sentido, sino que hace fecundo este tiempo y este espacio que son nuestra historia. La escatología cristiana nos permite ensanchar nuestras categorías del tiempo y de espacio más allá del instante o del lugar concreto, para desde una distancia (salvadora), encontrar un horizonte de plenitud. Ese horizonte que hemos propuesto es el Reino de Dios, entendido como encuentro cara a cara con el Dios del amor que mete en escena toda una nueva visión de vida y de plenitud. Debemos proclamar, una y otra vez, que ese Reino de Dios ¡ya está aquí! Por tanto, pensar y vivir desde la categoría del Reino nos permite inscribir la felicidad en el aquí y en el ahora de nuestra realidad, es nuestro tiempo y nuestro espacio. Por tanto, la escatología, como principio de realidad, no sitúa en una situación feliz al final de los tiempos, sino en una experiencia de felicidad actual y actuante en nuestro mundo, en nuestro tiempo, en nuestra persona.
La consecuencia es fácil de adivinar: durante muchos siglos hemos vivido la fe desde una perspectiva dolorosa, como lo expresa bellamente E. Wiechert: “los hombres no admiten jamás que Dios viva, se abra a la vida y sonría. Sólo admiten que sea crucificado”[9]. De algún modo, el sufrimiento se convirtió en el parámetro de la santidad y la virtud. Hemos creído y convivido con un Dios que sufre y muere -lo cual es absolutamente cierto- pero hemos dejado de lado esa otra posibilidad, de encontrarnos con un Dios que al encuentro con nosotros se conmueve lleno de felicidad.
En un mundo como el nuestro, es importante pensar que la felicidad es un verdadero camino de santidad, que la relación entre Dios y los hombres es un itinerario que lleva hacia un encuentro que nos plenifica y por el cual, Dios se llena de gozo: “con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios” (Is 62,4). Del mismo modo, san Mateo nos invita a regocijarnos “mientras el novio está con nosotros” (Mt 9,15), a participar de la felicidad de Dios: “servidor fiel y cumplidor, participa del gozo de tu señor” (Mt 25, 21). Incluso el Talmud ve en Isaac al hijo de la sonrisa y se pregunta: “¿Ríe el que está en el cielo? ¿Qué? ¿Es posible? ¿El que está en el cielo se reirá de su criatura? De sus criaturas no, pero sí con sus creaturas”. Nos hallamos muy lejos de la imagen de un Dios siempre solo y siempre serio. La felicidad se ha convertido en el tono y el ritmo de la sinfonía de la salvación. El saludo de Isabel a María no consiste en felicitarla por haber cumplido su deber, sino en proclamarla dichosa por haber actuado dejándose guiar por la fe.
Terminemos nuestra reflexión con un párrafo de un hermoso sermón del maestro Eckhard: “La verdad es que Dios sentiría una alegría tan grande e inefable por el que le fuese fiel, que el que frustrase esa alegría le frustraría totalmente en su vida, su ser, su deidad… le quitaría, la vida, si es que uno puede hablar así […] Con ocasión de la obra buena Dios experimenta un auténtico placer, una alegría; pues todas las demás obras que no se realizan en alabanza de Dios son ante él como ceniza”[10].
[1] Fray Guillermo Lancaster-Jones Campero, Ofm, obtuvo la Maestría en Estudios Franciscanos en la Universidad de san Buenaventura, en Nueva York. Es además Licenciado y Doctor en Teología por la Universidad Católica de Lovaina. Actualmente es Secretario para la Formación y los Estudios de la Provincia de los santos Francisco y Santiago en México y profesor de teología dogmática en el Instituto Franciscano de Teología, en Garza García, N. L.
[2] “Felicidad”, en Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, Madrid 1992.
[3] Xavier Thévenot, moralista Salesiano del Instituto Teológico de Paris, ve la necesidad de evangelizar tanto la felicidad como el sufrimiento, y hace una clara distinción entre estos elementos propios del sentir humano. Cf. X. Thévenot, Soufrance, bonheur, étique, Strasbourg 1990, p. 61-69.
[4] Cf. A. Comte-Sponville, Le bonheur désespérément, p. 22. Citado por J. Famerée, “Sauver le bonheur? La problematique”, en A. Gesché – P. Scolas (eds), Sauver le bonheur, Paris – Louvain la Neuve 2003, p. 15.
[5] Cf. X. Thévenot, Soufrance, bonheur, étique, p. 64.
[6] Citado por A. Gesché, El hombre, Salamanca 2002, p. 140.
[7] Definición citada por P. Scolas, “Qui nous fera voir le bonheur?”, en A. Gesché – P. Scolas (eds), Sauver le bonheur, p. 156.
[8] Citado por A. Gesché, El hombre, p. 149.
[9] E. Wiechert, “L’homme de quarante ans”, en Le capitaine de Capharnaüm, Paris 1967, p. 93.
[10] M. Eckart, Sermons II, p. 9, 71, 135.
COMMENTS